Por : @efrainmarinojr
Fragmento del libro: Historias de la Noche 2
Miguel, un viejo de unos “setenta y algo” años de edad, ojos nublados, casi ciego, contextura delgada, piel oscura,cabello corto lleno de canas, una barba desarreglada, con dientes amarillos y escasos; con un sobrero que parecía igual de viejo que él; tenía un mágico don o quizás una maldición… Cuándo tocaba su guitarra, el pueblo entero se quedaba dormido. No era porque su música fuera aburrida, sino porque tenía un don: cada acorde caía sobre la gente como una lluvia tibia, pesada, irresistible. El panadero, los peones, hasta el cura de la parroquia terminaban con la cabeza ladeada y los párpados vencidos.
—Dios me dio esta guitarra para que la gente descanse —solía decir con una sonrisa torcida, como si él mismo no terminara de creerse el milagro.
Llegó al pueblo en tiempos en que las noches eran largas y llenas de silencios incómodos. Nadie sabía exactamente de dónde venía, pero se instaló en una banca de la plaza y, poco a poco, se hizo parte del paisaje, no pedía monedas ni favores, la gente le llevaba comida, ropa, dormía en esa misma banca y hacia sus necesidades en el monte. Tocaba porque sí, porque le nacía, porque la música era la única manera de hablar sin que le doliera la garganta.
Pero el mundo estaba cambiando. Eran los años 1950, y los camiones llegaban cada vez con más frecuencia, trayendo radios y discos que sonaban sin fallas ni pausas. La gente aprendió a llenar el tiempo con otras cosas: trabajar más horas, correr de un lado a otro, hacer cuentas, hablar de política con la cara tensa. La noche dejó de ser un espacio de calma y se convirtió en un paréntesis entre un día de trabajo y otro.
Una tarde, el alcalde mandó a buscarlo.
—Miguel, su guitarra es un problema. La gente se duerme en misa, los obreros llegan tarde a la fábrica, y el doctor se queja de que ni los enfermos le aguantan despiertos.
Miguel solo asintió. No discutió. Sabía que su tiempo estaba contado.
Esa noche tocó por última vez, se sentó en la misma banca de siempre, bajo la ceiba vieja, y deslizó los dedos por las cuerdas, no hubo discursos ni despedidas, sólo acordes, hondos y pausados, como una despedida en voz baja.
A la mañana siguiente, el pueblo despertó y Miguel ya no estaba, su guitarra tampoco. Algunos dicen que se fue con el primer tren, otros que simplemente se desvaneció y nadie volvió a escucharlo. Pero algo raro empezó, desde esa noche, las personas no pudieron volver a dormir, tomaban pastillas, hierbas y menjurjes; hacían mucho ejercicio para cansarse pero no les daba sueño, pasaron muchos días en esa misma condición, y poco a poco fueron enfermando y sólo descansaban cuando daban el último suspiro. Uno a uno fueron muriendo hasta que nadie quedó, el pueblo se volvió fantasma y dicen las malas lenguas que hasta desapareció.
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