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MARY... VIVA MÉXICO



Por: Efraín Marino @efrainmarinojr

Tomada del libro: Historias de la Noche 2

Nadie sabe a qué hora llegó, nadie la vio cruzar la calle ni descender de algún taxi, simplemente estaba ahí, plantada como un bulto indeseado, entre la penumbra de la 83 Street, casi en la mitad de la cuadra que va de la 37 avenida hasta la bulliciosa Roosevelt, donde el tren 7 ruge como una bestia de acero sobre las vigas del elevado.

Era una maleta negra, de esas de pasta gruesa, con ruedas gastadas y un asa extendida que parecía congelada en una despedida eterna. El vecindario, que durante el día es un hervidero de tiendas latinas, panaderías ecuatorianas, peluquerías dominicanas y puestos ambulantes de arepas y elotes, ya estaba dormido. Solo los postes de luz, algunos parpadeando, y el rumor distante del tren interrumpían el silencio espeso de la madrugada.

Los primeros en verla fueron dos recicladores que venían empujando un carrito de supermercado repleto de latas y cartones, se detuvieron a mirarla con suspicacia; uno de ellos le dio un golpecito con el pie. Nada, ni un movimiento; el otro murmuró algo sobre no meterse con lo ajeno, y siguieron su camino, como si el olvido ajeno tuviera un halo de peligro. La maleta permaneció ahí. Inmóvil, sola; como un cadáver a la espera de identificación.

A eso de las tres de la mañana, un repartidor en bicicleta bajó la velocidad al verla, miró hacia los lados; la calle seguía desierta, pero algo en su instinto le dijo que no tocara nada, siguió pedaleando, aunque no pudo evitar voltear varias veces la cabeza, escucho como si la maleta lo siguiera.

Fue entonces cuando llegó una patrulla; un vecino había llamado., dijo que era “sospechosa”, que a veces así empiezan las tragedias en Nueva York. Dos oficiales descendieron, uno alumbró con una linterna y el otro se acercó con cautela; tocaron, esperaron, revisaron el entorno; luego, lentamente, abrieron la cremallera.

Adentro, no había explosivos, tampoco dinero, ni siquiera ropa; solo una chaqueta de mujer de invierno, un cuaderno con algunos dibujos con páginas arrancadas, y una carta escrita a mano, en español, con tinta corrida por el agua… o por las lágrimas. La carta, breve y desgarradora, decía:

“Esta es mi despedida. Hoy supe que estoy embarazada, y no sé ni siquiera quién es el padre, aquella noche… no la recuerdo bien; solo sé que hubo alcohol, pastillas y alguien que se aprovechó de mí. Desde entonces he sido una sombra de lo que era; me siento sucia, perdida, rota, no quiero seguir viviendo así. Esta ciudad me tragó entera, lo siento. Perdón.”

La maleta fue retirada por protocolo; la carta, guardada como evidencia, no hubo más rastros, nadie reportó a nadie desaparecida esa noche; pero al amanecer, las noticias comenzaron a circular. Una joven se había arrojado a las vías del tren 7 en dirección a Manhattan, en la estación de 74 Street–Broadway, justo cuando los primeros pasajeros del día comenzaban a llenar los andenes, el tren se detuvo bruscamente, el caos duró horas.

El cuerpo fue llevado al forense, días después, gracias a la dactiloscopia, se logró identificarla: María de los Ángeles González Moreno, mexicana, de solo 21 años; había cruzado la frontera por el hueco dos años atrás y se había entregado voluntariamente a las autoridades de inmigración para pedir asilo. Trabajaba limpiando casas, cocinando en turnos partidos y, según vecinos, solía cantar bajito mientras caminaba por las calles con su mochila a la espalda, siempre sola, siempre en silencio, la autopsia confirmó que estaba embarazada.

El caso se cerró como “suicidio por causas personales”; nadie reclamó el cuerpo de inmediato, una cruz improvisada apareció días después cerca de la estación, con una veladora apagada y una flor de papel, y la maleta, la misma que lo dijo todo sin hablar, fue almacenada en una bodega olvidada del Departamento de Policía, junto a otras pertenencias no reclamadas, bajo una luz fluorescente que zumbaba con un dejo de abandono; en su identificador de nombre, escrito con marcador grueso, aún puede leerse: Mary... Viva México.

Algunos vecinos de la 83 Street han comenzado a evitar salir pasada la medianoche; dicen que, a ciertas horas, se escucha con claridad el sonido de ruedas arrastrándose sobre la acera, como si alguien caminara lentamente, tirando de una maleta, pero cuando miran por la ventana o salen a asomarse… no hay nadie, solo una brisa helada, más fría que de costumbre, que baja por la calle como un suspiro.

Otros juran haber visto, de reojo, una silueta cruzar la esquina y desvanecerse entre sombras. Una figura delgada, de cabello largo, vestida de oscuro, nadie se atreve a seguirla. La ciudad, que traga historias todos los días, dejó escapar esta. Y ahora parece vagar, como un alma que no encontró descanso, como una despedida que no se completó, como una maleta que aún arrastra el peso de lo que no pudo decir.

 
 
 

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