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UN RESPIRO LLAMADO STATEN ISLAND

Por: Efraín Marino @efrainmarinojr

Tomado del libro: Historias de la noche 2


Hay días —y lugares— en los que uno se reconcilia con el silencio. Staten Island, al otro lado del Hudson, es uno de ellos, basta con sentarse en una de las sillas del malecón, frente al agua, y dejarse envolver por la calma que aquí no solo se siente: se escucha.

No hay ruido de motores, ni sirenas, ni el paso apurado de los neoyorquinos, solo el vaivén del agua golpeando con suavidad los pilotes del muelle, como si el río estuviera hablando en voz baja; a ratos, el graznido de una gaviota corta el aire, y allá, a lo lejos, pasan los barcos como pensamientos que vienen y van; no se detienen, pero dejan una estela de nostalgia, una sensación serena, casi sagrada.

Es curioso: en una ciudad que se mueve a mil por hora, este rincón parece haberse quedado detenido en el tiempo; aquí no hay rascacielos, ni pantallas gigantes. Hay cielo, hay agua, hay horizonte, y eso, créanme, a veces es suficiente.

El ferry que cruza desde Manhattan a Staten Island lo hace todos los días, sin pausa, sin costo, sin condiciones; lleva en su vientre a miles de personas que, aunque van en la misma dirección, viajan por razones distintas; unos por rutina, otros por turismo, algunos porque simplemente necesitan respirar, cada quien con su historia, con su carga, con sus preguntas.

Yo lo tomo como si fuera la primera vez, porque cruzar el Hudson tiene algo de rito, de promesa; te subes mirando los edificios de Manhattan desvanecerse y al bajar, descubres otra cara de Nueva York; más tranquila, más humana. Staten Island no tiene la fama de Brooklyn ni el bullicio del Bronx, pero sí tiene algo que las otras no: una pausa.

Caminar por su malecón es caminar por dentro de uno mismo, es ver pasar el agua y pensar en todo lo que se ha ido, en lo que uno espera que llegue, en lo que simplemente está; en este lado del río, uno aprende que vivir el día a día no es una frase hecha; es mirar, sentir, respirar, es agradecer sin tanto ruido.


Y mientras las olas siguen su danza y el sol cae lento sobre el agua, uno entiende que a veces hay que alejarse del centro para volver al corazón.

 
 
 

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